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lunes, 26 de diciembre de 2011

Crisis: ¿Misión Imposible?

Los bonos basura destruyeron la credibilidad entre los bancos. La sequía de crédito llega a la economía real y se lleva por delante a todas aquellas empresas que tenían una alta dependencia del crédito. Muchas grandes empresas, ante esa situación, decidieron protegerse reduciendo drásticamente los plazos de pago de sus clientes o aumentando los plazos de pago a sus proveedores, para aumentar así su capital circulante. Las pequeñas empresas no podían seguir la misma senda. Eran vulnerables y su vulnerabilidad se debía en gran parte a que pagaban pronto y cobraban tarde, por lo que las líneas de crédito les mantenían vivas. Les protegían de los clientes y proveedores que utilizaban su mayor poder en el mercado para que su déficit no se desbocara. Los bancos aumentaron los intereses de las líneas de crédito o simplemente dejaron de renovarlos. El darwinismo más salvaje se impuso.

El resultado es conocido. El drama supuso en un primer momento el cierre de un sinfín de empresas y millones de personas sin trabajo, casi de la noche a la mañana. La tragedia vino después cuando, día tras día, las posibilidades de recuperar una fuente de ingresos familiar se desvanecían, cuando los plazos de pago de los créditos seguían venciéndose, cuando miles de familias habían sido desahuciadas y cuando el Estado bombeaba fondos de forma ingente para mitigar los efectos de la crisis, en medio de la conocida falsa modestia de los responsables gubernamentales sobre los efectos del tráfico de influencias en sus cuentas corrientes y de la arraigada cultura popular del “Yo no soy tonto” a la hora de pagar impuestos.

De lo anterior extraigo cuatro conclusiones.

La primera es que vivir del crédito no debe ser una forma de vida, especialmente si tu vida está en manos de otros, comúnmente llamados acreedores. Con eso quiero decir que la percepción del riesgo de endeudarse, en términos de coste para la vida de un individuo, no debe ser por definición menor que la percepción del esfuerzo necesario en ahorrar el mismo valor durante un periodo. Si a créditos a muy largo plazo añadimos altos porcentajes de los ingresos disponibles al servicio de la deuda el resultado es un coctel al que llamaría exuberancia irracional - o una irresponsabilidad a secas – cuya necesidad de proporcionalidad inversa entre ambos nadie, y digo nadie, quiso darse cuenta, porque a nadie le iba bien hacerlo. Nos gusta probar cocteles cuando hay barra libre. Las consecuencias ahora ya las hemos conocido. La mano invisible del mercado no permite que los desequilibrios sufran ajustes paulatinos, porque las personas son irracionales, los bancos son irracionales, las empresas son irracionales, los Estados son irracionales y cuando se dan cuenta de su irracionalidad en un sentido, vuelven a ser irracionales en sentido inverso. Necesitamos normas que impidan que el crédito zigzaguee arriba o abajo, más allá de un rango razonable, independientemente de la fase del ciclo económico en que se esté. Los efectos de los excesos, o de los déficits, de crédito amplían artificialmente los ciclos económicos. El problema de las borracheras es que provocan nauseas, hay que limpiar toda la casa después y que quizás ni nos acordemos de cuál fue la copa que nos hizo perder el sentido de la realidad. Solemos recordar solamente lo bueno de la fiesta. Y no aprender de los errores permite que éstos vuelvan a repetirse. Y volveremos a beber como antes. Necesitamos racionalidad en la amplitud de los plazos de los créditos concedidos y en el porcentaje de la renta dedicada a ellos. Si el mercado no es capaz de hacerlo razonablemente se hacen necesarias leyes que permitan arrojar un poco de sobriedad a bancos, empresas, particulares y gobiernos. Aunque el momento no sea el idóneo. Dejemos el crédito para las cosas realmente importantes. Para todo lo demás ¡ahorrar!

La segunda es que entiendo por justicia que se pague rigurosamente contra el traspaso de propiedad de un bien o el consumo de un servicio, independientemente del poder de mercado de que uno disponga. De esa forma las empresas se centran exclusivamente en la utilidad y en el valor de las cosas y dejamos que los problemas financieros resultantes de una mala evaluación de lo anterior lo arregle cada cual directamente con los bancos, que tienen esa función exclusiva: la de vender dinero a un coste para solventar huecos financieros. No se debe dejar margen a maniobras truculentas de las empresas más poderosas hacia las empresas consideradas más “débiles” financieramente, para que las últimas arreglen el balance de las primeras. Los pocos intereses que obtienen las empresas que disponen de cierto poder, reteniendo en su caja el dinero que deben a otros, no compensa el riesgo de insolvencia de esos otros con menor poder. No beneficia en nada a la sociedad en su conjunto que esto ocurra, por lo que simplemente no debería ocurrir.

La tercera conclusión es que no parece que se haga lo suficiente por el empleo. Disponemos de estabilizadores automáticos que mantienen la renta de las familias cuando los individuos pierden el empleo, a través de los subsidios de desempleo, pero no disponemos de estabilizadores automáticos del mismísimo empleo. El deber de un gobierno es evitar la exclusión social proporcionando ayuda para que en situaciones temporales adversas la dignidad de los individuos no decaiga por debajo de unos baremos mínimos aceptables por la sociedad. Eso debe hacerse a cualquier coste porque todo el ser humano no debe ser abandonado a suerte en situaciones graves. En España se ha estigmatizado a un muy reciente presidente por haber gastado quizás más allá de lo razonable para garantizar las políticas sociales a un amplio espectro de la sociedad en dificultades desde el inicio de esta grave crisis, cuyas principales causas se hallaron fuera de nuestras fronteras, aunque ésta fue amplificada por la burbuja local inmobiliaria. No he visto que nadie en su momento le incentivara a que matara la gallina de los huevos de oro local. Y no me parece justo. Era su deber como dirigente máximo haber intentado salvar de enormes dramas humanos a toda esa gente que realmente lo necesitaba. Pero aun más importante que ese objetivo - y eso le hubiera garantizado el título de gran estadista y quizás la reelección - era haber impedido que la crisis hubiese arrojado a millones de personas al paro, desde su situación de trabajadores autónomos o por cuenta ajena. Tal como lo han impedido otros países del entorno. Hubiésemos evitado la máxima del “Spain is different”. El empleo, y más aún el empleo digno, será posiblemente uno de los mayores retos de futuro de la Humanidad. Exigimos, a través del gobierno, el cobro de impuestos sobre los beneficios de las empresas – caso consigamos rastrearlos - pero no les exigimos que creen empleo según su capacidad financiera. Una empresa que no cree empleo se asemeja a una sanguijuela de la sociedad, captando recursos de muchos y redistribuyéndolos entre sus escasos accionistas. O esos recursos son aplicados en proporcionar un máximo de empleos dignos a través de su actividad o el número de accionistas debe elevarse hasta que proporcionen un máximo de valor a cada accionista equivalente al valor del empleo digno que no han creado. Solo de esa forma los recursos captados serían distribuidos equitativamente entre la sociedad. Como suele funcionar a menudo, la mejor regla es la del palo y la zanahoria: Empleo si, impuestos no. Empleo no, impuestos si.

La cuarta y última conclusión sería que solemos ser demasiado condescendientes con los comportamientos poco íntegros o poco honestos de nuestros dirigentes (¿porque tengamos interiorizado el perdón como remaneciente de nuestra tradición católica o porque haríamos lo mismo en su situación?). Una cuarta parte de la economía española corresponde, según ciertos estudios, a economía sumergida. Para cuadrar el déficit público hacemos recortes obscenos, vamos al mercado dispuestos a pagar intereses indecorosos, imploramos que Europa asuma parcialmente nuestros costes. ¿Todo esto cuando, al final, todo el dinero necesario está en casa, debajo de la alfombra? No me canso de escuchar sobre el afán recaudatorio de las Administraciones. Si queremos servicios que cubran nuestros derechos, tenemos que pagar. Si queremos más servicios, tenemos que pagar más. Si incumplimos nuestros deberes como ciudadanos tenemos que pagar multas y dejar de divagar sobre el carácter del mensajero que las puso o de la interpretación laxa que nos conviene sobre la ley. Si seguimos aplaudiendo y votando a los que están enredados en casos de corrupción, nada cambiará. Cuando asumamos finalmente nuestros deberes seremos capaces de exigirlos para aquellos que manejan el dinero de nuestros impuestos, nuestro dinero común. Quizás, antes de indignarnos con el comportamiento de otros, debamos indignarnos con el nuestro propio y acatar la ley, nos vaya bien o no. Por veces pienso: ¿porqué debemos tener dinero físico en nuestros bolsillos? ¿Porqué no disponemos exclusivamente de dinero de plástico? ¿Acaso no está la tecnología lo suficientemente avanzada para garantizar el correcto resguardo de nuestros ahorros vía telemática? ¿No sería posible que nuestras autoridades pudiesen rastrear, asegurar el control de las transacciones y recaudar imperativamente todos los impuestos marcados por ley caso no se pudiera, en ningún caso, pagar en efectivo? Me impresiona que España sea de los países con el mayor número de billetes de 500 euros en circulación. Me pregunto dónde estarán. ¿Recuperarlos o impedir que nuevos billetes sigan circulando sin cualquier control es misión imposible?