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sábado, 30 de abril de 2011

¿Y si un día nuestros descendientes mirasen hacia atrás y viesen un cavernícola?

¿Y si los municipios de las grandes metrópolis anexasen a los municipios colindantes, que en muchos casos no presentan cualquier separación física de la metrópoli, tan solamente una vieja línea dibujada en un plano, para proyectar una mayor eficiencia pública, aplicando economías de escala, reduciendo el número de cargos públicos, evitando duplicidad de servicios, de informes y de estudios, aprovechando sinergías, contribuyendo en definitiva al adelgazamiento sano de la aparatosa maquinaria del Estado y ¿porqué no? del tan de moda déficit público?

¿Y si nos avergonzáramos terriblemente de que un país, con grandes esperanzas de estar entre los más avanzados económicamente en el mundo, disponga de una tasa de paro equiparable a la de estados fallidos del tercer mundo, siendo incapaz de imitar, o adaptar a su ámbito, leyes laborables de países desarrollados de su entorno, que permitan aflorar buena parte del trabajo que no contribuye al conjunto de la sociedad, y que impidan que los baches económicos se conviertan en un remake del ya conocido melodrama nacional de las colas de las Oficinas de Empleo?

¿Y si, a parte del repudio que puedan provocar las afirmaciones de un dirigente de un partido ultraconservador finlandés, por venir de quien vienen, contrarias al rescate de un país en dificultades financieras como Portugal y que considera a los extranjeros en su país como “parásitos del dinero de los contribuyentes (finlandeses)”, pensáramos que, a pesar de ello, como individuos de países del sur, quizás no esté mal valorar que puede que seamos un poco propensos a escabullirnos del pago de impuestos cuando la Agencia Tributaria no está mirando, y que quizás no tengamos que ser así porque podemos empezar por uno mismo, aunque puede que acabe siendo objeto de posibles risitas en el barrio?

¿Y si imagináramos que pudiéramos, algunos días de la semana, realizar nuestros ajetreados trabajos de oficina desde casa, en un cibercafé, en un parque o en un chiringuito de playa, con nuestro habitual ordenador, el Skype y un teléfono, relajándonos con pensar en la imposible suma de horas de trayecto hacia el trabajo que hubiéramos gastado a lo largo de nuestra vida y en las incontables toneladas de CO2 que tantos como nosotros dejaríamos de emitir a la atmósfera a través de nuestros incombustibles coches habitualmente parados en atascos, porque existiría un firme incentivo del Estado a las empresas para que permitiesen modificar el concepto estanco de centro de trabajo en vigor desde la Revolución Industrial?

¿Y si, ante la evidencia de que la energía nuclear pudiera venir para quedarse, por ejemplo… ¡milenios! - porque puede haber un fallo humano, o un fallo técnico, o un ataque terrorista, o quizás un imprevisto de la naturaleza, o porque simplemente no disponemos de todos los datos para prever todas las circunstancias que pueden darse en la vida – además de la evidencia de que no podemos tapar el sol con un colador, pero podemos taparlo con la quema incesable - hasta que cese en seco - de combustibles fósiles, que sirven para atender nuestra infinita necesidad de energía, pudiéramos de repente abrir los ojos y tener una brillante idea - porque de otra forma las consecuencias parecen nefastas - como por ejemplo la de apagar la luz, o de cerrar el grifo, o de coger el transporte público, o de poner una placa solar en el edificio o de, simplemente, no gastar cuando no hace falta, como lo hacía mi ecológico abuelo?

¿Y si la codicia no nos ofuscara y viéramos que la pujante China, que pronto será la primera potencia mundial, que se sienta en el Consejo de Seguridad de la ONU con derecho a veto, que se espera disponga del mayor poderío político, económico y militar mundial, sigue siendo una dictadura, pero, desde luego, ya no de poca monta?







¿Y si fuéramos, en definitiva, más humanos?

Imagino que existió, en algún momento, un cavernícola que esbozó una primitiva sonrisa de satisfacción cuando miraba fijamente la hoguera que él mismo creó con su ingenio. Hoy, aquél hombre que atizaba la llama de su ego, puede que no nos parezca más que un bruto e ignorante cavernícola.

¿Qué pensarán de nosotros nuestros descendientes?

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